jueves, 28 de julio de 2011

A estas horas...


Amanecía. En aquella playa, a estas horas de la mañana, nadie jugaba, hacía castillos de arena, chapoteaba, reía, tomaba el sol, se echaba crema, leía, dormía, hablaba, escuchaba música o esperaba nada. Porque a estas horas de la mañana, aquella playa permanecía desierta, a la espera de que hordas de turistas acudieran a ella, ansiosos por disfrutar de las mas estresantes vacaciones que uno pueda permitirse.

A éstas horas, las olas seguían su constante arrebato suicida, al estrellarse una tras o otra contra la arena, que pasiva e inamovible, observaba cómo las primeras se turnaban para dar fin a su efímera vida.

Y en éste paisaje, desolado, cálido, y cómo no, arenoso, se encontraba él. Cámara en mano, expresión seria por rostro, y tranquilidad por pensamiento, él se aproximaba al mirador, de nombre de pico de ave, aquel lunes, 1 de Agosto, donde sabía, no habría nada nuevo para él, el sol saldría por donde siempre, las olas, continuaran su extraño ritual suicida, y el ruido, cómo todos los días de agosto, acudirá a aquella playa de la mano de los turistas.

Y sin embargo, allí estaba él, cómo todas las mañanas, rogando a quien fuese que dirigía la realidad, sea una entidad de una u otra religión, que le diese una señal, que le indujese a pensar en lo que venía tras aquello, en que no todo acabaría tan aprisa cómo siempre.

Siempre el mismo cuento. Siempre el mismo final.

¿Por qué estaba aun allí?

Por que no hay mayor empeño que el que un ser humano, y él en especial, se profesa a sí mismo. Completamente convencido de que algo podía ser diferente en aquella ocasión, nada de lo que la realidad le dijese, mostrase o explicase serviría en absoluto para nada, pues éste es el problema de estar cómo el estaba.

Y a partir de esto, que cada cual lo interprete cómo más crea conveniente.

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